jueves, 23 de febrero de 2023

lunes, 7 de febrero de 2022

CAPÍTULO NOVELA

Para el abordaje había que recorrer un pasillo, al final del cual se tendía un intermedio hacia la puerta del aeroplano; especie de acordeón hecho a la medida de silencios y músicas extranjeras. Los pasajeros caminaban como un cardumen, procurando que la trayectoria les llevara a algún lugar. Esa caminata, aunque breve, iba durar lo justo para sospechar una dimensión mayor. Se escuchaban las suelas de los zapatos que repiqueteaban sobre el piso, igual que sí unas goteras desde el techo se filtraran. A nadie le escuché una palabra, o quizá en ese instante mi propio silencio estaba cerrado a cualquier sensación ajena. Eso sí, los pasos seguían escuchándose como si se repetiresen desde adentro. Yo, acaso porque me creía un observador especial, sólo seguía la llamada del vuelo preciso. De a poco me rezagaba entre gentes que tras de sí hacían rodar sus equipajes, mientras el ruido de todas esas ruedas armonizaba con el de sus pies. Sólo llevaba conmigo un bolso de mano, cruzado a la espalda, tan ligero como lo quise desde el principio. De cualquier modo, ya se me figuraba que este vecindario pudiera colindar con mi obituario.

Era la primera vez que abordaba un avión con sus motores a punto. Si bien es verdad que en un museo había visitado el interior de un DC 3, esto no iba ser lo mismo. Aquel aparato se le había puesto en un hangar como a una maqueta de proporciones exactas; sus detalles se corregían siempre para que la impresión de los visitantes no variara nunca. Así que aquellos asientos sólo evocaban una remota época, donde las ausencias, con modales antiguos y escotes pudorosos, excluía cualquier atrevimiento de los visitantes. Sin embargo, ver un avión vacío por turnos puede poblar tanto la imaginación de una criatura, que cuando ésta vuelve a casa lo hace como si viniera de un jet lag, quizá mostrando a sus mayores un sinfín de postales que no parecen aterrizar nunca.

Los husos horarios no me preocupaban mucho. Lo primero era el abordaje. Pasar esa puerta y hallar el puesto señalado desde siempre. Antes de entrar, insistía en ser un testigo que desde afuera tuviese una influencia propicia, lo que es atribuible a personas que vuelan por primera vez, o a las que nunca se acostumbran a volar. Todas las suposiciones empezaban a concentrarse en la puerta del avión. Podía imaginármelo, era como un vórtice a través de cuyo ojo cada quien se buscaría una suerte propia, que tal vez se mezclaría desde la misma entrada. Supuse que esa cavidad era muy estrecha. Sólo con determinado orden los pasajeros podían circular a través del vano y a lo largo del fuselaje, por lo cual no costaba suponer, además, que un despelote sería desastroso para la mayoría. Un par de azafatos, con acento español, repetían la bienvenida. Cada palabra la articulaban sin desdibujar las sonrisas de sus rostros; ciertamente costaba creer una naturalidad tan afable al tiempo que inverosímil. De inmediato empezaban a contestar preguntas; algunas bastantes obvias, otras casi se diría que esenciales. A cada pregunta parecía corresponder una respuesta concisa, tal vez porque el propósito del vuelo ya se dividía entre tensiones de todas las especies. Los azafatos empezaron a acomodar los pasajeros en cada uno de sus lugares. Y cada quien se procuraba su propia y legítima comodidad entre los estorbos compartidos. Se sabía que era un viaje de una cuantas horas, y había, a pesar de eso, un sentido de eternidad inminente. Aún seguía hablándose en castellano, sin duda iba ser así. No obstante, yo ya comenzaba a fiarme más de cualquier expresión del cuerpo. Esta elocuencia era tan dominante desde entonces, que las palabras se empleaban a su merced. No quise hablar con nadie, cuando menos hasta conseguir mi puesto; tampoco iba revelar ninguna palabra en mi caminata sencilla. Simplemente recorrí el pasillo en busca de mi butaca, todo lo más a través de espacios que más bien parecían ofrecerse desde otra centuria.

Y, de repente, tan sencillo como mis pasos, números y letra. Mi asiento estaba en la mitad del avión. Después de conseguirlo, me detuve en el pasillo para mirar los otros hallazgos. Había en cada ritual algo comparable a lo que ordinariamente se ve en los autobuses, excepto por las despedidas prolongadas. Ya quienes estaban ahí se habían separados de sus futuros corresponsales, les quedaba sobrellevar por su cuenta cualquier asomo desde el comienzo. No quise sentarme de inmediato, así que me propuse seguir como un vigía. En algún momento, igual que todos, iba estar en la butaca, acaso sujeto para un electroshock.

No sé si fue por el tiempo que se esperó antes del abordaje, o por los exhaustivos controles del aeropuerto, pero noté que la impaciencia de todos se veía justificada por la misma puntualidad de la pista. Las prórrogas, por otro lado, también podían justificarse antes de que los motores movieran al avión. Es curioso que cada quien, ya seguro de partir, empiece por reprochar las demoras y las inconformidades de sus vecinos. Esto iba darse por grados, y era más que previsible. Después de cierto tiempo, preferí sentarme. Me resultaba más conveniente entonces, cuando no lo tuviera que hacer por apuro de quienes me pidieran o reclamaran su derecho. Al fin estaba en la butaca, en el centro mismo del avión. Ya en este punto, las emociones eran muy vívidas, e incluso tuve que hacer cierto esfuerzo para no dejarme sobrecoger por ellas. Tan comprometido estuve al viaje, que honradamente procedí con aplomo, igual que si repitiera el vuelo por enésima ocasión. Sabía, desde que entré allí, que iba a desvelarme. Este horario implicaba una lucidez a la cual tenía que resistir siempre despierto. Cada ruido, aun por natural, tenía de repente un cuerpo de muchos filos. Cualquier cosa muy simple, como arrugar una bolsa de plástico entre las manos, recobraba una magia casi intolerable. Sin duda exagero un poco, pero no es sino en la exageración que se puede aspirar a cierta exactitud de medianoche.

Esta ya era la segunda noche de desvelo. Así que todo empezaba a extenderse a otros días de vigilia. Si bien las luces del avión recreaban un bazar con esa vitalidad con que se venden y compran especies bajo el sol, igual el frío me incorporaba en el asiento de un modo que no podía cuestionarme esa espera y ese ámbito. Sentado comedidamente en la butaca, reconciliaba los nudillos sobre el regazo y luego los corría hasta que las palmas dejaban entrever las señales de un marinero que por fin se atrevía al mar. También cruzaba y descruzaba los pies, de seguro parpadeaba con algún ritmo que podía postergar el hambre más allá de sedientas constelaciones. Supuse que cuando mis vecinos se sentaran a mi lado mis reacciones ya no iban a ser espasmódicas o vegetativas, puesto que mi facilidad para bromear siempre ha sido un atributo de mis modales, al menos me convencía de que ese trato era lo que mejor nos acomodaba en nuestro sitio.

En verdad, no era tanto los nervios como sí la incertidumbre en su conglomeración. Es como cuando se nota a lo lejos una masa formidable de nubes y entonces aparece la lluvia en nuestra cabeza, sin saber si el agua de adentro será suficiente para librar el agua que llegue desde afuera. De mi lado derecho se sentó una pareja de mediana edad. Con una medianía en todo, tal que quizá la misma edad era el promedio de ese vínculo. Quedaba el puesto de la izquierda libre. Dando por descontada cualquier ocasión con mis vecinos diestros, me preguntaba quién en verdad iba ser la persona que me acompañaría en el viaje. No alcancé mucho a redondear esa pregunta, cuando de pronto una muchacha de unos 17 años me preguntaba, a su vez, con una sonrisa candorosa, algo que de seguro era suficiente para nuestro entendimiento. De inmediato los dos estábamos sentados allí, conversando como en una solariega salita de la Pastora. No era el primer viaje para la muchacha, pues ya en varias ocasiones había visitado a Europa. Eso sí, también me dijo que éste no era un viaje como los otros. Se contuvo, miró hacia adelante, al pasillo, sin duda para ver como sus padres insistían con los bolsos en el compartimiento. Sus ojos brillaban, cierta melancolía le dotaba a ella de una clarividencia. De vuelta a mí, sonrió para compartir una escena que igual no carecía de gracia. Ocurre muchas veces, pude explicárselo más o menos, que las cosas que se llevan a la mano tienen cierta dimensión rebelde, quizá hasta que se quede a mano con lo que irremediablemente se olvidara. Su voz siempre era tan suave como sus ademanes. La sutileza de aquella sonrisa solía conferirle un candor a todas sus expresiones. Su piel tenía un aspecto de porcelana lechosa, y el rojo de sus delgados labios casi llegaba al violeta. De cabello crespo y castaño, dulcemente partido en dos como en ciertas efigies antiguas. Tenías ojos color miel, apenas almendrados, y pestañas encrespadas sin esfuerzos sobrenaturales. Sus manos eran esbeltas y muy cuidadas. Seguro llegaba al metro setenta de estatura. Vestía con una sencillez de doncella milenaria. Creo que una blusa blanca bordada en el cuello y un pantalón oscuro con cinturón delgado. Algo como unas babuchas en sus pies y un pequeño bolso del que tuvo que sacar, un poco avergonzada por el frío, un suéter color crema.

Yo me portaba lo mejor que podía como pasajero; es decir, seguía las instrucciones a pie juntillas como un engranaje más. Sin embargo, en mi centro tenía movimientos mucho más conmovedores que las imitaciones de la periferia. No es que diera por sentado todo cuanto desconocía, pero incluso esa forma mecánica y condescendiente de seguro me daba cierto margen en mi situación, porque de cualquier modo no era difícil hacer mi papel entre un reparto así; pues es muy común procurarse un punto común para cualquier apoyo superior. Sólo la muchacha de al lado me parecía tan natural, como si la conociera en un parque a mediodía. Ella empezó a notar que mis movimientos repetían ciclos cada vez más complejos, acaso como un temblor sinfónico. Es más fácil notar la agudeza en las mujeres mayores, pero en las mozas resulta ser tan sutil que pareciera que nunca les haría falta cultivarle de modo alguno. Ella, cuyo nombre por cierto nunca pregunté (tampoco ella indagó el mío), de repente me hablaba entre esa sonrisa que le viera desde el principio. ¿Es su primer viaje? Me dio la impresión de que podía aconsejarme cosas bastante evidentes y aun las que me fueran insólitas también me las podía referir en pos de un vuelo apacible, porque a este respecto lo mío estaba más en no parecer tan ignorante, que en aprender de lo que no conocía. Acepté mi propia respuesta con el mismo humor de la muchacha. Justificando mis nervios entonces, ella me confesó que siempre el despegue se le figuraba lo más dramático del viaje. Era sin duda una advertencia propia, porque dejó ver, mientras recogía su sonrisa en un gesto encantador, que iba necesitar de mí para pasar el trance.

Acomodar todos los bolsos de mano demoró mucho, la verdad, y requirió de un azafato diligente e imaginativo para que por fin esas cosas estuvieran adentro. Era de suponer que en los otros tramos del avión los demás estuvieran en la misma tarea. Lo que me hizo recordar que apenas en la entrada, tras las cortinas descorridas, estaban los asientos de primera clase. Ni siquiera los determiné mientras fui en procura de mi puesto. Seguramente los bolsos de mano en ese tramo ofrecían otra clase de resistencia, aunque no menos azarosa que el arrepentimiento o el remordimiento de una desmemoria generalizada.

Este azafato mostró siempre una habilidad de la que el mismo solía ufanarse. Requiriéndole aquí y allá, incluso en los otros tramos del avión, iba y volvía hasta que, finalmente, mereció su propio elogio a viva voz. Me pareció que dijo algo como que si a él se le pagara por ser un acomodador eficaz se haría millonario. Cuando a alguien se le paga por lo que hace ya no tiene necesidad de hacerlo nunca, el retiro sería desde el principio, y las jubilaciones se prorrogarían para otra clase de competencia, dadas aparte y apenas por gusto. Las miles de veces que habrá completado una sixtina en las bovedas de los aviones, que al final se le deshace sin ningún despecho, antes o después de cualquier Apocalipsis.



Por fin todos los pasajeros estaban en su sitio. Una revista de la tripulación corroboró los cinturones de seguridad. Después de lo cual, ellos también se recogieron en su vértice. Los motores se podían escuchar vivamente. La muchacha intercambiaba una mirada de vez en cuando conmigo, pero ninguna palabra dejaba traslucir. Sin duda había cierto apremio que iba más allá del despegue. Me di cuenta que detrás quedaban amigos de toda la vida y hasta parientes entrañables que quizá no volvería a ver. Estaban las costumbres de sus abuelos del otro lado. Del otro lado quizá descendientes suyos. De seguro ella imaginó cómo iban a ser sus vacaciones en adelante o cuánto le iba atarear los relatos de su origen. Quise decirle algo, algo de gente mayor, pero sabía que callar era un ritual necesario y propicio para ella. Vi que de alguna manera interpretaba mi silencio como un sabio consejo dicho al oído, y entonces calló con cierta serenidad también.

Mi primer viaje abría un horizonte desde el cual pude vislumbrar todos aquellos atlas de mi infancia (cuando demoraba días enteros en repasar fronteras y ríos innombrables). A punto del despegue, supe que ya era un oráculo bastante lúcido para determinar estas reminiscencias. Y luego supe que al fin iba ser, mucho más que un oráculo, un viajero audaz que arrostraría con entereza y tino los riesgos de cualquier mitología. Rezar era la sincera recomendación de la tierra; rezar antes de ir al cielo. Me acordé de mis horas de catecismo en una iglesia de muros encalados bajo el sol. Fue lo que me recomendara una mujer devota y venerable, pues supo, desde el mismo momento, que el viaje lo iba hacer de verdad. Entonces un padrenuestro, como el pan nuestro de cada día, vino de mi memoria, palabra por palabra, hasta que el "así sea" al fin fuera mucho más que ese remate para cualquier propósito ordinario.

El aparato se movía por la explanada, procurando su posición en la pista. Entonces ninguna referencia desde adentro podía darnos una idea comprensible de las cosas inamovibles de afuera. Vi las sucesivas ventanas como abstracciones de luciérnagas y noche. Pude imaginar el mar Caribe allí, en algún lugar del Caribe. Sobrevolaríamos sus aguas casi al amanecer. Los motores arremolinaban el aire para conseguir al fin esa misma levedad con que el aire entra en las turbinas. Era el despegue. Lo sabíamos todo. Algo se escuchó por los parlantes, sin duda el anuncio necesario. El avión aceleró en pos del vuelo.

Los motores pregonaban la proeza mientras ésta se daba milagrosamente. De repente las ruedas ya no tocaban ese suelo donde a gatas se aprendiera a caminar. De repente íbamos al cielo. Me sentía de pronto como una estrella regente, cuyo retorno al fin se daba. Ya a salvo de mi propio egoísmo, pude volver a mi vecina. Vi su rostro contraerse. Sus ojos se cerraban como para ese sueño breve dentro del cual se sueña despertar algún día. Todos estábamos en el aire. La perplejidad cotidiana de la tripulación debía saber cuáles eran los comandos precisos. Las primeras dos horas eran como estar en una sala de espera, tan inmaculada. Había la profilaxis que se nos dotó en un sobre de plástico. Mantas y me parece que una almohada muy pequeña. El silencio era notorio y comprensible al mismo tiempo. Ya no tanto por las emociones, sino más bien porque era tan tarde que resultaba muy sensato al menos una siesta. Supongo que la muchacha soñaba a mi lado y que todos los demás por lo menos intentaban dormir un poco. De vez en vez alguien se levantaba en busca del baño y luego volvía a su lugar como si lo hiciera a tientas. Ese recinto estrecho y elemental parecía infundir cierto aliento a sus visitantes. Cabe imaginar que ver el sumidero del agua en el excusado ofrecía una señal inequívoca de que el mundo afortunadamente seguía igual.

No sé cuando llegó la comida, desde luego tuvo su anuncio, pero decir exactamente si fue antes de que la tripulación precisara cierta posición en el espacio y en el tiempo, sería una temeridad. No recuerdo si primero escuchamos que íbamos a miles de pies de altura, con una temperatura de cincuenta grados bajo cero o si primero la vajilla tintineaba como un cencerro pastoril. No recuerdo si luego de hacer escuadra en algún punto de Nueva York, de repente eramos unos comensales transatlánticos, que, de repente, tenían que escoger entre ternera y pollo. Yo como un pastor de las serranías elegí ternera. Comer no era algo desconocido para mí, hasta tenía cierta pericia ganada por años. No obstante, la muchacha notaba que la comida era como una especie de souvenir espacial para mí. Igual debo reconocer con sinceridad que me resultó un pábulo sustancioso y de buen gusto. Bromeamos sobre el dilema del menú, mientras hacíamos el honor en cada plato. Azafatas y azafatos lidiaban con esos carritos por el pasillo, sirviendo y recogiendo cosas, siempre sonrientes como en un bazar de cuentos de Hadas. Luego de comer y recoger las sobras, la muchacha se echó la manta sobre sí, dijo que hacía mucho frío, y trató de reconciliarse con el sueño; de veras no le costó mucho, ni siquiera echó de menos a sus padres. Yo hice lo que toca al vigía, y fui detallando como desaparecían los caminantes tras la calma de todos y como de a poco el silencio proliferaba en las últimas palabras. Para entonces ya habíamos sorteados leves turbulencias, justificadas por los molinos del Caribe. Nadie imaginaba algo mayor de lo vivido hasta entonces. Quizá era sólo un atarrizaje por venir; sin duda que al aterrizaje le tienen siempre por una colisión controlada desde el principio. No podría explicarse del mismo modo un despegue, porque otra sería la imaginación para ese acontecimiento contrario.

De cualquier manera, el resto de esa travesía resultó ser más bien accidentada. Lo que es más, había una turbulencia tras otra. Apenas cuando un vacío iba aquietándose en su fondo, venía otro azote de repente que borroneaba la calma anterior. De pronto se llenaban los ojos despabilados como si se colmaran las ventanas, y de pronto se podía intuir las respiraciones ajenas como si en conjunto proviniesen del capitán. Sin tener un precedente del que sospechar maniobras, temblores ni sosiegos, me parecía que el avión lo soportaba todo muy bien, sin duda porque fue hecho para sufrir esos rigores a diario. Por decirlo así, estaba preparado incluso para caerse. No podía suponer apreciaciones desfavorables frente a un fenómeno que por nuevo era suficiente para mí. Debía ser aquello normal y punto. Por supuesto, debo confesar que la normalidad era lo que mejor me convenía. Así que mientras ese viaje inquietara a la tripulación, yo siempre tenía que sostener cierta ecuanimidad, pues sí, aquélla que sólo puede darse naturalmente cuando se está a punto de nacer. Otros eran mis miedos. Tenía miedo a desmayarme bajo la delgada manta, o, más bien, tenía el fundado miedo de dormirme mientras un sueño en blanco se aglutinara con picotazos exteriores. La muchacha dormía profundamente. Los demás se contentaban con seguir en sus puestos, excepto una dama que se levantó para contar, a quien pudiera escucharle, que esto de los aviones nunca le había sentado bien. Algunos le calmaron con estadísticas que no disuaden a nadie, justo cuando por superstición son convocadas en el cielo. La mujer decía que era sólo un sacrificio por sus hijos, y que la frecuencia de ese sacrificio la hacía cada vez más sacrificada, pero siempre igual de inquieta. Iban y venían del baño, unos y otros, por naturales contingencias o, tal vez, para que el sumidero del excusado les siguiera demostrando los visos de una realidad.

Un vigía tan atento como lo fui, tiene muchos abismos de aburrimiento. Sin embargo, desde el principio había tantas esperanzas fundadas en el viaje que podía seguir con los ojos abiertos y preclaros, sin necesidad de que mi mente se abrumara con certidumbres ni fantasías. En unas horas estaría en Madrid, una ciudad en la que siempre pensé que llegaría algún día. Mucho antes del viaje escribí este comienzo: "Vengo de un país del que nunca he salido." Ni siquiera me puse a pensar en que mi patria era una frase, escrita muy joven, y que recién entonces trascendía todos sus límites.

Tras horas calculadas, al fin se ve Madrid. El avión maniobra para encarar la pista y se puede apreciar al través de las ventanillas una luz turbia, aunque brillante. Árboles aguerridos parecen arañar la neblina, es lo que más recuerdo de ese horizonte que iba cabeceando como un sueño. Los altavoces anuncian detalladamente lo que ocurre y lo que ocurrirá en breve. Todo el mundo, sin desabrochar sus cinturones, se incorpora en sus puestos como si hubieran escapado de una mortificación necesaria. La muchacha se alegra y me lo hace saber como un secreto compartido. Sus ojos le brillan, pero ahora de un modo muy diferente; y por fin busca a sus padres con la mirada. Le hago notar que no le teme tanto al aterrizaje como al despegue. Suelta una risa y dice simplemente que no es igual.

Un día de por medio en Madrid, antes de coger el siguiente vuelo a Frankfurt du Main, me decía. Y entonces ya llegaba al invierno septentrional, o sólo era el mismo invierno que había venido conmigo desde el sur. Lo iba saber dentro de poco, cuando por encima de cualquier cosa yo tuviese que sobrevivir a un mundo por descubrir. Ya sonriente, sin pesadumbres arraigadas por años, sentado como corresponde ya que no en la posición de loto, esperaba lo que venía con cada segundo. Era la primera llegada y la primera sonrisa de esa llegada. Ya tendría poco más de 23 horas para el próximo impulso.

El aterrizaje fue suave como el de una pluma; apenas se sentía el transito sobre el pavimento. Podía ser que todas aquellas oraciones estratosféricas evitaban cualquier precipitación brusca. El aparato por fin encontraba sosiego en tierra. Se detuvo y en seguida se dieron las instrucciones pertinentes por los altavoces.

La capilla sixtina se desmontaría, creo que sin despecho de su Miguel Angel. La muchacha sólo podía hablar de lo difícil que fue el despegue o de alguna irrelevante pesadilla que le distrajera el viaje. Por lo demás el aterrizaje le sentaba de maravilla y se notaba que ya quería saludar a sus abuelos y primos. Después de aterrizar, todos iban sobreponiéndose como si el mismo trance los hubiera purificado de algún modo. Por doquier había muchos murmullos sobre una travesía que al parecer fue muy tormentosa. De repente era muy cómodo figurarse que todas aquellas turbulencias hubieran retorcido el aparato como a una grulla de papel. Justo lo supe cuando los más curtidos viajeros se aliviaban de haber llegado con vida. Un viaje nada normal, después de todo. Los pasajeros ampliaban, quizá con demasiada heterodoxia, esa concepción de "normalidad" que normalmente la gente tiene de este mundo. Otros iban al sumidero antes de bajarse como para convencerse a sí mismos. Por fin el avión estaba en tierra, eso sí, inmóvil como si no se hubiera de mover en adelante. Sólo quedaba salir de él, como si se saliese de un museo, como si se saliese de un DC 3 consagrado al puente aéreo berlinés.


domingo, 17 de mayo de 2020

MELANCOLÍA

Son las calles trazos que del cielo quedan.
Es poco lo que queda en hermosos días de sol.
Se ven, sin embargo, las sombras de los alambres
/y los espinos.
Tal vez una rueda ya gira en alguna parte, más allá...
Donde igual no ande demasiado.
Tal vez las risas que hoy se escuchan ya pregonen
Un alivio verdadero.



ESENCIA

Desde siempre la mitad del mundo,
desde siempre ese arraigo tan íntimo,
desde siempre cada paso en el paso venidero,
Los mismos colores de siempre,
ahora los reconozco.
Las flores de otros árboles al norte,
ahora las reconozco. 


CANCIÓN REMOTA

Tan temprano despierta el rocío, 
Después de que un largo sueño lo trajera
Hasta su lecho de hierbas. 


lunes, 20 de abril de 2020

Konjunktiv





Man hat immer gesagt,
dass die Zukunft heute beginnt,
weil es morgen
ein bisschen zu spät sei.


Siempre se ha dicho
que el futuro comienza hoy,
porque ya mañana
sería un poquito tarde.


sábado, 4 de abril de 2020

LA PLANICIE




La sentencia de los tribunales prohibía poner un pie adentro. Sabían muy bien que a nadie le estaba dado tocar nada y que a nadie le convendría desacatar el límite de un pleito que ya iba para un mes. La acritud de los partidos era tal, y tanto la malicia de los partidarios, que aun las ofensas más soeces se comunicaban a través de bufetes enemigos, cuyas contrariedades eran afines en cuanto a tono, grados y sospechas.
Sólo detrás de los alambres era posible ver la casa, aunque para esa inspección, igual de repartida en la prole, fuera menester llevar binoculares. Sucedía, eso desde luego, que cada quien evitaba coincidir con sus parientes, así que cada quien se había atribuido un turno que era inaccesible para los demás. Había ojos por doquier, eso lo sabían a sus expensas, divididos según las demandas en disputa y prestos todos a la mínima variación del paisaje. Si bien los vecinos parecían ausentes, ningún visitante se sustraía de una vigilancia a la que se le recelaba cualquier amago. Unos predios así amedrentaría a cualquiera, y no ver a ningún vecino parecía una trampa para incitar la codicia del más iluso.
Desde que llegó no había visto a nadie en el camino real. Se bajó de su carro con los binoculares. Se aproximó a los alambres mientras oteaba el camino de un extremo a otro. El silencio esta vez parecía provenir de vacíos que quizá susurraban en otras esferas.
No tanto por las púas, se contuvo detrás de los alambres. Ciertamente estaba prohibido pasar, y era increíble que una piedra inocua fuera igual de inadmisible. De cualquier modo, se podía ver al través de los prismas. La casa seguía intacta, en medio de los pastizales. Podía verse relumbrar bajo el sol. He allí el porche entre balaustres parejos; la mecedora de mimbre que pendía de sus cadenas; el templete de madera encalado. He allí las puertas y ventanas selladas por los tribunales. He allí el automóvil fabuloso que alguien condujo hasta las pérgolas para morir dentro de él.
Esta vez se concentró como nunca, al menos podía permitirse esa audacia. De cierto empezaba a ver más de lo que hubiera notado hasta entonces. Ya había pequeñas secuelas de la ausencia, como si de ese modo las profecías hallaran sus medios más verídicos. El automóvil, que era descapotable, quedó abierto a la intemperie. Un automóvil así no se le conseguía en centenares de kilómetros a la redonda. Sin embargo, era como verle en una estampilla postal, o era como verle dentro de un museo imposible. Los asientos se arruinarían entre grietas y el volante eclosionaría sin dar ningún fruto. La disolución de los elementos iba seguir un cauce ante la perplejidad de quienes no se consolarían con ningún delta cenagoso.
Era increíble que en el lugar donde la prole se había criado ya no pudiese entrar ninguno de ellos, precisamente porque ninguno iba ceder ante la ambición ajena, cuando la propia bastaba para entender la injusticia de un hecho así de compartido.
Al principio se buscó el testamento hasta debajo de las piedras, mas las horas pasaron sin hallazgo alguno. La busca infructuosa apenas recomendaría otros legajos. Entonces se pusieron en armas y requirieron abogados competentes, incluso porque les fuera menester arruinarse para conquistar lo perdido en la inocencia.
Extendió la mano por encima de los alambres, cuidándose del límite incorpóreo. Tendría como unos 8 años cuando corrió a ver la polvareda de un camión. No había nadie en casa, lo cual no era extraño a esas horas. Tampoco quiso la complicidad de nadie para salir de casa. De pronto vio el camión que tras de sí dejaba una estela. Seguramente se imaginó que podía ver al chofer, puesto que en toda la mañana no había visto a nadie. Corrió, justo hasta donde le era permitido ir entonces, hasta donde le tocaba ahora ese recuerdo de la infancia, o tal vez hasta donde le tocaba ahora una forma nebulosa que más bien se había formado la noche anterior. Ya no lo tenía tan claro, pero igual persistía en esta parte del mundo, e igual tendría que devolverse por donde había venido, sin que ello le hubiera de conducir jamás a la misma casa.
No hubo transgresión. Nadie se atrevería. Caminar de espalda, y hasta con los ojos cerrados, no era muy diferente, apenas bastaba lo que no era invisible. Al alejarse así, supo que podía tropezar una piedra inocua, por ejemplo, y entonces caer con todo el cielo encima. Se detuvo. Abrió los ojos como si no bastara abrirlos. Se rascó la nariz. Se preguntó si las cosas iban a cambiar más adelante. También se preguntó si estaban cambiando en ese momento. Se dio vuelta y subió a su carro. Encendió el motor. Giró entre una polvareda que ahora le nublaba otros recuerdos parecidos u otras impresiones de un sueño; ya le daba igual. Eran cuatro kilómetro de tierra, hasta la autopista.
No veía a nadie, lo cual no era extraño a esas horas. Pero ¿y si en verdad no había nadie? ¿Y si sucedía que su turno le recortaba con unas tijeras, como si le podaran a semejanza propia? Al fin salió a la autopista. De pronto recobró el aliento. Era curioso que no se viera ningún otro carro; ni porque fuera ni porque viniera de ninguna parte. Recordó un calendario, cuyos 12 desiertos lo hendían carreteras desiertas. Pudo sospechar algunas cifras mensuales que se apuntan para la curiosidad. En ese mismo horizonte que recorría, podía acaso tomar una foto semejante para un trece avo mes. Otra vez una fogata que a la orilla del camino atizaban unos muchachos, sólo que entonces la disolución del humo era la única urgencia de cualquier origen.
40 kilómetros hasta el primer pueblo. Tenía que aparecer el pueblo, conforme el entorno se movía, conforme las ruedas no paraban de girar. ¿Y si a pesar del prodigio no encontraba a nadie? Ningún carro lo seguía, ninguno se acercaba de frente ni porque a 100 kilómetros por hora pudiera divisar otros 100 kilómetros por hora. Tenía que recordar algo de ese recuerdo o de ese sueño; tenía que esforzarse más allá de aquella dudosa procedencia. ¿Había visto el chofer del camión? El camión no podía moverse por sí mismo. Lo más seguro es que esa clase de gente existiera en puntos ciegos.
Sin disminuir la velocidad, sus manos temblaban sobre el volante. A nadie veía por los retrovisores. Se le ocurrió embestir a un lado y otro, como si lo hiciera contra puntos ciegos. Tal vez una colisión entre esos ángulos le incorporaría al orbe, aunque despertara en un hospital o en un ataúd. ¿Acaso se malograba su razón? Intentó serenarse otra vez, pero los retrovisores seguían vacíos. Respiró profundo. ¿Cómo se le iba ocurrir que una carretera desierta rebasara sus márgenes de un modo tan arbitrario? ¿Cómo iba admitirse el apéndice de un horóscopo no menos irreal que sus designios? Sólo tenía que calmarse, no era la primera vez que regresaba sin compañía, procurando no dormirse en el camino. Para colmo la radio seguía averiada. Cómo lamentaba no haberla reparado antes de venir; y tal vez esto fue el primer síntoma que no pudo ni supo advertir en su momento. Los únicos instrumentos válidos y vigentes eran los de su consola a 100 kilómetros por hora
Aún daba tiempo de volver a la polvareda, acaso para transgredir la orden incorruptible. Igual que los otros, traía consigo las llaves. Pero ¿era posible devolverse, cuando tenía que disminuir la velocidad y aun frenar para un impulso inverso? ¿Cuánto tiempo le demoraría esperar a los demás, y luego convencerles de entrar juntos, si ya no iba ser lo mismo para nadie? ¿Y si lo hiciera por su cuenta?
El asfalto corría por debajo como un río sereno. Los alambres pasaban. Pasaban los postes. No pudo más, y sin duda estaba en medio de todo lo posible. Tenía que ser así. Al fin lo supo. Por cada embestida, el punto ciego replegaba el mismo escenario inalcanzable, y aun cualquier otra explicación se escurriría del mismo modo.
Sólo quedaba salir de esa planicie lo más rápido que se pudiese. Derecho como se viera en el retrovisor de nadie. Directo como en su propio retrovisor. Dicho con exactitud, no quedaba más que agotar esa desolación sobre unas ruedas que al cabo se agotarían, tal como la máquina; como él. Más y más. Más. Hasta recobrar un mundo tan populoso, el mismo de siempre, o tal vez más populoso. Era eso o estrellarse contra el fin de algo. Aceleró a fondo, el motor respondía sin aflojar en sus excesos. 5000 millones de habitantes para el año 1957 (trece avo mes).



lunes, 16 de diciembre de 2019

Sprache


Die Holunderblüten

Für Deutschland

Aus den Zweigen des Gefühlslebens habe ich die Bäume wachsen sehen.
Ich habe ihre Blätter und ihre Früchte kennengelernt.
Manchmal habe ich nach ihren Wurzeln gegraben...
Aber manchmal ohne zu wissen, warum.
Und dann, an einem Tag im Juni, einem hellsichtigen Tag,
Entdecke ich, dass alle Blumen immer aus deinen Hände kommen.
Da erinnere ich mich, dass du Holunderblüten geerntet hast.
Ich erinnere mich deine Stimme kam aus den süßen Ästen.
Natürlich hätte ich dich nach einer Antwort auf Spanisch gefragt.
Ich erinnere mich die Sonne.
Sie war wirklich so strahlend wie deine Haare in der Sonne.
Du warst so barfuß wie die Erde auf welcher du gehst.
Und das Kind wollte plötzlich die Treppen hochlaufen,
Dabei half ich ihm, als ob ich ihm auf den Treppen folgte.
Das Kind wollte die Blumen pflücken
Als ob es ein Wind der Zukunft sei.
Dann sagtest du, welches und wie.
Alle brachten wir die Blumen dann nach drinnen.
Später sangst du während der Holundergelee kochte,
Und das Schweigen war melodiöser als das, was es selbst Schweigen verschweigt kann.
Und du erklärtest mir alles nur auf Deutsch.
Und dann…
Von diesem Tag an, kann ich alles auf Deutsch verstehen,
Von dem Wald, aus dem du kommst bis zu diesem gleichen Wald.
Von dem Dorf, in dem du geboren bist bis zu diesem gleichen Dorf.
Deine Worte werden mich deine Sprache lehren,
Denn jetzt weiß ich, ja,
Dass die Holunderblüten vom Baum des Lebens sind.





Las Flores del Sauco

A Alemania

Entre tantas vivencias he visto a los árboles crecer.
He sabido de sus hojas y de sus frutos.
A veces he explorado hasta el fondo sus raíces,
Pero a veces sin saber por qué.
Y entonces un día de junio, un día clarividente,
Descubro que todas sus flores vienen siempre de tus manos.
Recuerdo que cosechabas flores del sauco.
Recuerdo tu voz en alemán entre las ramas fragantes,
Seguramente que en español por la respuesta te pregunté.
Recuerdo ese sol, era radiante como tus cabellos al sol.
Andabas descalza como la tierra que sabes andar,
El niño de repente quiso trepar las escaleras,
Así que le ayudé como si le siguiera por las escaleras.
El niño quería coger las flores
Entre ráfagas de algún arriendo por venir.
Tú le decías cuáles y cómo.
Todos llevamos las flores adentro.
Luego cantabas mientras la gelatina se hacía,
y era el silencio más melodioso de lo que alguna vez el mismo silencio supo callar,
y simplememnte me explicabas todo en alemán,
y entonces, desde ese mismo día, entendía todo.
Desde el bosque de donde vienes hasta ese mismo bosque.
Desde el pueblo donde naciste hasta ese mismo pueblo.
Tus palabras me enseñarán tu idioma.
Porque ahora sí sé
Que las flores del sauco son el árbol de la vida.

viernes, 1 de noviembre de 2019

ARENALES




Dentro de ese punto se repetía el andar de bestias y gentes, en un calendario que nadie predijera como él. Las espuelas y los relinchos volvían desde los mismos espejos. Las tajaduras colgaban como los sables que las repartían. La pólvora asfixiaba entre estertores de otro mundo. Otra vez nacían criaturas que crecían en los desfiladeros otra vez. El salitre era un bálsamo muy dentro de ese punto. Había un sopor dentro y fuera de ese punto. Ese punto era un punto de tinta sobre el papel; el vértice de una pluma que al fin conseguía reposo y forma ese día.
Las arenas de siglos ya no eran incontables, bastaba ese color apagado al tiempo que extendido en el resplandor y el aplomo. El sudor relucía en su frente marchita. Sentía que él mismo iba creciendo como sus arrugas; creciendo para duplicar las fatigas y las mortificaciones dentro de su propio cuerpo enflaquecido. Sentía que la muerte era un síntoma preliminar de algo más duradero y terrible. Los temblores eran menos entonces. La fiebre ya no le azoraba como antes. Una lucidez de pronto le hacía recordar palabras insensatas que tal vez gritó entre pesadillas y vigilias. La casona de tapiales encalados callaba como su boca agrietada por el silencio y las arengas. Había un vacío que reverdecía en cada árbol. Apenas el sol colmaba esas hojas, y luego las sombras las vaciaban de nuevo sobre arenales sin huellas.
Tal vez ningún visitante ese día, y, sin embargo, él siempre esperaba un mensaje ajeno o un delirio propio. Se atrevió a levantar y al punto se tuvo en pie como para una ceremonia centenaria, así que pensó dar un paseo afuera. Al primer paso, los calambres le trababan dolorosamente. Se echó sobre el suelo de baldosas frías. Tendido de espaldas, veía la madera entreverada del techo como una tempestad en ciernes. Se cubrió los ojos con sus falanges enjutas. Estuvo vedado por un instante en que el mundo tampoco lo veía. Sentía como lentamente el frío de las baldosas le poblaba la espalda. Pensó que ese simulacro lo minaría por entero. No quiso levantarse tan pronto. Quiso esperar a ver si los enemigos eran distinguibles allí, si al menos se podía abatir a uno entre tantos vapores informes. Nada. Nadie.
La soledad le era lícita por primera vez en muchos años. Tantos emplastes habían agitado un tumulto entorno a él; y ahora se sentía a salvo de remedios y curanderos. Ahora mismo aquellas fiebres eran apenas un recuerdo, pero todavía su respiración era lenta y cavernosa. Respiró profundo. De pronto se levantó como desde una hamaca venezolana. Los calambres se quedaron en las baldosas, amortajados por una modorra que no era suya. Pudo pasearse de nuevo en el corredor. Inquieto, con los brazos cruzados. Volvió a la carta que no quiso dictar a nadie. La leyó de pie y encontró que ese último punto era suficiente entonces. Así que remató modos epistolares de costumbres y firmó enérgicamente. Puso el papel con las demás papeles y salió de nuevo al corredor. El sol era blanquecino. No parecía haber ningún cielo detrás de eso.
Mejor eran estos arenales que Lima. Aquí por lo menos las raíces procuraban hundirse un poco más, acaso para no perderse en lo que no encontraban. Sintió otro vahído, casi a tientas procuró una silla que se apoyaba en el tapial. Se sentó. Volvió a ceñirse el pañuelo en la cabeza. Se reclinó. Parecían oírse unos murmullos desde un origen incierto; temió que las fiebres volvieran con sus monstruos. Cerró los ojos y un fugaz sueño regreso de sus confines para abrírselos inmediatamente. Otros achaques nuevos parecían ser premonitorios.
El trance de esos días lo había envejecido demasiado, apenas se reconocía en el reflejo del agua que apagaba su sed. Embotados sentidos aguzaron una sensibilidad que le quemaba vivamente. Mil conspiraciones medraban como escalofríos y aun así nadie era capaz de llegar con nada. Qué saquen los fierros de los muebles. Qué las bestias agosten todos los campos. Qué el relámpago fulmine al rastrero. Un desierto en este desierto para los godos, y aun así nadie era capaz de llegar con nada. Sólo aquellos vagos murmullos doblaban lo inaudible.
Por fin oyó venir unos pasos que podían llegar muy cerca. El rectángulo de sol en el patio se avivó hasta encandilarle. No era un vértigo el que lo rodeaba entre algodones, pero supo que aquella silla era un escollo providencial. El visitante venía desde muy lejos y al fin había llegado a su destino. No caminaba de prisa para no importunar con su llegada. Eran demasiadas noticias funestas para luego tener que darle forma como un milagro creíble, como una antorcha inocua y sacramental.
La misma figura del visitante todavía era una llama que temblaba sin definir forma alguna. Si pudo entrar a la casona, era porque traía los puñales que no quería traer, y ya tintineaban como las espuelas. En la medida que aquellos pasos acortaban sus ecos, él pudo notar que otros cascabeles ampliaban una herrumbre de cencerros rotos. Se detuvo el hombre a un paso. Entrechocó las botas. Pronunció las señas que lo anunciaban y luego se cortó. Aquél hombre no podía creer la semblanza de quien veía. Ciertamente le era inverosímil verlo casi al borde de la muerte y en medio de arenales agrestes, bajo un sol blanquecino que eclipsaba el cielo del Perú. Mustio. Sentado en una pobre silla de baqueta, recostado con un pañuelo blanco en la cabeza. Las fiebres parecían haberle arado el rostro con una hondura lenta y dolorosa. Se podían notar los huesos mondados detrás de sus pantalones y el pecho hundido y magro detrás de su camisa.
Evitó reunir sus ojos para detallar a aquel templo casi derruido por cuya fe un mundo cobraba aliento. Sólo unas breves palabras a su salud. Más bien prefirió apresurar los negocios contrariados que debía relatar, antes que las lágrimas, porque este luto lo velaría hasta el fondo. Era de rigor la entereza al menos, por lo que el visitante empezó a pintar un cuadro terrible a trazos vastos. Cada palabra caía como un lastre, pero él podía vislumbrar, desde su escollo, que entre esas palabras había otros abismos más profundos, aquellos que necesario fuera someter hasta lo insondable. Sucesos por doquier se aniquilaban en pos de otros que con mayor contrariedad buscaban su ruina mutua. Atendía todo. No se le escapaba nada. Su cerebro siempre supo percibir las sutilezas más recónditas.
Mi General, y qué piensa hacer Vd.
Precediendo sin duda a la pregunta, se incorpora con todas las potencias combinadas. Un fulgor en sus ojos concentra el fuego sagrado de trescientos años de calma. El corresponsal recula un poco. Entonces, con esa vitalidad que ha navegado el Orinoco siempre, vuelve a dictar ley sobre diez mil terremotos americanos.
Triunfar!



Berlín, octubre 2019.

viernes, 4 de octubre de 2019

DROSOPHILA MELANOGASTER



—Es del vasto reino de los Artrópodos, con algunas de cuyas criaturas habrán lidiado de vez en cuando. Hexapoda, que tiene seis patas. Díptero, que tiene dos alas. De la familia Drosophiladae. Del género Drosophila. Especie Melanogaster. He aquí, pues, la pequeña mosca de la fruta, como le conocemos normalmente. ¿Por qué la Drosophila Melanogaster, cuando los guisantes ya daban buen caldo? Si han leído lo que les he mandado a leer, sabrán que esa pregunta tiene una respuesta evidente. Por otra parte, su manipulación resulta muy práctica en todo el proceso. Tiene un ciclo biológico de unos 12 días. Su dieta es sencilla, como se imaginarán. Qué dije de comer en clase... Por favor... Bueno, consta apenas de 4 pares de cromosomas, que pueden notarse en las glándulas salivares de las larvas. Y, lo que nos interesa mucho, la especie es capaz de una diversidad de mutaciones que se aprecian inequívocamente, a través de varias generaciones. El ciclo biológico consta de cuatro etapas diferenciadas. El huevo, que al trasponer el oviducto será fertilizado en la placa vaginal, donde el macho deposita su esperma. La larva, que después de la eclosión del huevo se alimenta vorazmente. La pupa que se pegará a una superficie seca hasta que se convierta en el imago o individuo adulto. Las hembras tienen un abdomen puntiagudo y más grande, con una sucesión de anillos oscuros. Los machos tienen un abdomen redondeado, pequeño, con anillos que se fusionan aquí. Estos cuentan, en el primer segmento tarsiano, de un apéndice quitinoso que es conocido como el peine sexual.1 Normalmente la Drosophila Melanogaster es de un color amarillo pajizo2; sus ojos normalmente son rojos y muy redondos. Sus alas tienen cierta nervaduras y el borde, redondeado, normalmente se estrecha aquí. No se agiten, muchachos, ya tendremos la oportunidad de verificar la clase al microscopio. Hay una especie de púas quitinosas como se ven en el perfil de la lámina, se les llama quetas. En fin, las mutaciones se descubren, como ya saben, en todo el fenotipo, pero son de mayor interés aquéllas que, además de ser muy obvias, se podrían seleccionar y combinar con facilidad. Nosotros trabajaremos con las mutaciones presentes en sus ojos, que van de los ojos más claro, sin pigmentación, a la de los ojos más oscuro, pasando por distintos grados de coloración. Hay otras muy evidentes en las alas, cuando son enroscadas, atrofiadas de algún modo o con variantes en las nervaduras. Desde luego las mutaciones son transmisibles a los descendientes.3 Ya pueden sentarse. A partir de la semana que viene, no entrará al laboratorio quien no haya traído la bata rotulada con su nombre. Así que de nada servirá que se busquen cualquier otra a última hora. Para la siguiente clase uno de ustedes, y ya veo que la alumna Antonieta…

¿Yo?

Sí, usted, señorita, que por lo que se ve no deja de repasar sus notas. Usted nos va traer un primer cultivo, del cual vamos a seleccionar las distintas sepas de nuestro estudio. Preste atención. Tomará un frasco de vidrio, como de este tamaño, lo lavará muy bien, y colocará adentro trozos de frutas. Al cabo de cierto tiempo aparecerán las moscas, no por generación espontánea como ya sabemos. Así que cuando la población sea numerosa, cubrirá el frasco con esta gasa estéril que le doy, asegurándose de que no se abra. Lo traerá el lunes y en otros frascos, con una levadura especial, procederemos a cruces particulares. Se van a seleccionar hembras y machos según ciertas proporciones.

Pero cómo agarrar las moscas sin matarles, profesor. Sólo moscas muertas he podido ver con mi lupa.

Entonces su curiosidad, caballero, no es más amplia que su lupa.

Quiere decir, bobo, que sólo así puedes ver.

Mira tú, cómo quien no dice nada, y eso que eres una mosquita muerta.

Silencio. Silencio. Por favor. Hay dos formas de narcotizar a las mosquitas de modo que se puedan manipular bajo ese estado. Con anhídrido carbónico y con éter, esta última sustancia es la que utilizaremos nosotros.

Profesor, ¿hay que traer el cuestionario resuelto para la próxima semana?

¿Piensan que después de esta clase los cuestionarios quedarán en blanco? De la página 22 a la 27. ¿Alguna otra pregunta?

¿Cómo sabremos si los hijos ya tienen padre?

Silencio. Silencio. Sí. Es importantísimo que las hembras sean vírgenes4, de modo que los cruces estén garantizados según la línea parental y así en las generaciones siguientes. ¿Cómo lo sabremos? Se preguntarán todos. Vamos a escoger las hembras antes de su maduración sexual. Cuando estén en la etapa de pupa o más bien cuando no hayan alcanzado todavía la coloración de su estado fecundo. Pero no se me adelanten, que los detalles, a su tiempo, se les averigua mejor.5



¿Para qué pides ese frasco, Anto? Una pecera, ¿verdad?

Es para un experimento de biología.

Ah, el de la mosquita, claro.

¿Cómo les fue a ustedes?

Eso fue el año antepasado. Apenas recuerdo que pasé, y ahora veo que es un bonito recuerdo. Escogimos moscas, o algo así, como quien escoge guisantes. Son impresionantes los ojos de esos bichos. Al microscopio todo luce impresionante.

¿No recuerdas más?

Quien sabe más de esa clase es el que le tocó llevar el frasco. Ah, pues sí, luego me dices cómo les fue a ustedes. No creo que Sansón tenga energía de explicarlo tantas veces. Por eso siempre el frasco para otros...

Aquí tiene, señorita.

¿Cuánto es?

No se preocupe. Todo sea por la ciencia.

Muchísimas gracias.

Gracias. ¿Por qué no me pediste ese frasco?

Supongo que debía conseguirlo vacío. Es sólo un frasco vacío. Se puede conseguir en cualquier lado.

Tienes razón. 

Pero éste está muy lindo, ¿verdad? 

Pues sí. Parece una pecera, ya te dije. Pero déjame ayudarte con eso.

Gracias.

Este silencio ya repite lo que me dirá. Es inminente que lo sepa, que me lo haga saber.

Ya conseguí la casa, Antonieta.

¿De qué casa hablas?

Los padres de un amigo mío, que son Odontólogos, estarán 5 días en un tal congreso. Así que ya tenemos un lugar para estar juntos. Ya ves, no hay que esperar a la muela del juicio.

¿Cómo se te ocurre que puedo relajarme sobre las sábanas de otras personas? No estamos preparados todavía, además... Dame más tiempo, por favor.

¿A qué tiempo te refieres? Ah, sí. Seguir sólo con besos que no llegan a nada.

Pero, ¿cómo dices nada? Entonces, ¿es nada lo que sentimos, lo que nos junta cuando nuestras bocas se juntan?

¿Y qué crees que sería lo que nos junte de un modo más profundo, algo menor a lo que ya das un poder sobrenatural? Por supuesto que para mí son importantísimos los besos; vienen porque ya estamos encaminados.

¿Me puedes acaso obligar a lo que sólo por gusto puede gustarte?

¿Puedes acaso privarme de un gusto que no te atreves a disfrutar? Vamos. ¿Por qué insistes en que tu propia mortificación me lastime?

Callaré hasta que vuelva preguntar. Entonces sabré de sus intenciones. Entonces conoceré mi propia pregunta.

¿Qué dices? Será sólo un rato... Un rato que nos unirá más, eso sí.

¿Cuánto durará perder la virginidad? Supongo que para ti será un rato.

¿Te hace más mujer conservar tu himen?

¿De qué himen hablas, cuando ya no recuerdas a quienes ya olvidaste? Sí. Tienes razón; puedo enorgullecerme de que me pidas lo que ya tú no puedes darme, por eso te lo daría de verdad, hasta para compensar tu falta.

¿Me recriminas un pasado que tú me hiciste olvidar con devoción?

¿Me recuerdas que este porvenir lo impone precisamente ese pasado?

¿Así que todo proviene de mi pasado, hasta del pasado de mis abuelos? Es eso, ¿verdad? Por lo visto no puedo apelar a mis propios deseos, que ahora me abrasan de verdad.

¿Deseas más de lo que amas? Porque si es así, no me amas de verdad.

Te amo. Te lo he demostrado de todos los modos posibles.

Menos del modo que deseas, ¿eh?

¿Me llamas egoísta, entonces? Acaso no te convido al mismo sueño. No a dormir conmigo, sino al mismo sueño.

Tanta insistencia me acobarda. Así no podré dar ningún paso con mis piernas.

Tanta huida me vuelve un temerario. Así no podré seguir tu paso. No me perdonaría hacerte daño. Puedes esperar a otro, estás en tu derecho.

No es por otro que te hago esperar. Espero por ti. No te adelantes, que espero por ti.

Los padres de mi amigo vuelven en tres días. Tú decides. Una oportunidad igual no la tendríamos en un colchón propio, y lo sabes.

¿Me das un ultimátum? ¿Es con esos términos que amas?

No sé de qué hablas, porque amarte desde lejos o apenas tocándote como una flor me ha deshojado mucho. Tal vez por eso pienses que ya soy un desalmado.

¿No pueden mis labios aliviar lo que agravan?

Sí, por cierto. Será un ratico. Aquí, a la vuelta. Nadie nos vería, y así puedo esperar otras semanas.

Dame el frasco. ¿Ves, bruto, cómo son todos los hombres? Tienen el cuerpo metido en ese lugar del cuerpo. Si tuvieran la misma sensibilidad que los conmueve, pedirían perdón por ser así.

Si pidiéramos perdón, como dices, no lo mereceríamos de ninguna manera. No tiene caso discutir más, porque mi amor por ti ya no me pondría palabras amables. En este punto, mi despecho te haría menos daño, mucho menos del que me hace a mí. Adiós.

No lo dice en serio, pero la urgencia es verdadera, y yo ya no me podría enamorar por primera vez. ¿Qué podría perder si no lo pierdo a él? La virginidad no ha sido una conquista propia, en cambio perderla con el primer amor es una ganancia que no tiene segunda ocasión en el mundo. Él mismo ya no podría ofrecerme lo que tome de mí. El rastro es mío y de nadie más.

Espera.

¿Debo esperar como antes?

Espera dos días. En dos días.



Es increíble que en apenas unas horas tuviera una colonia así. Deben estar durmiendo. Es tan tarde. Es medianoche. Ya estoy lista. Sólo falta que amanezca, que se haga de noche otra vez y que vuelva amanecer. Entonces me vestiré como nunca, acaso porque voy a desnudarme frente a quien lo convoca el mismo propósito sagrado. ¿Y si ocurre que duele, que no puedo soportar el dolor, y entonces lo que iba darse se trunca de pronto? Me afligiría mucho que el dolor me paralizara en el sitio escogido, o que me empujara sólo a placeres ajenos. No habrá rudezas, me lo prometió. Algo de su pasado es tierno. Lo único rudo será la espera, tal vez un insomnio que me espabile hasta que pueda despertar con él. El trance en sí mismo no debe durar mucho para compartirse a partes iguales. Tal vez un poco más que el de las moscas. Este lunes también tengo que llevar el frasco. Entonces habrá millares de huevos por doquier. La cópula es breve y la brevedad se disemina en estos huevos. ¿Y si quedo embarazada? Sería algo muy complicado, por cierto. No puedo quedar embarazada, porque según los días de mi ciclo no estoy ovulando. ¿Y qué sabes tú si dentro de lo que sabes hay un ovario prolífico? Soy virgen, y las vírgenes son propensas a quedar encinta, siendo la primera vez un buen comienzo. Ambos somos imagos, tenemos ya la coloración de nuestra madurez sexual. Las alas de nuestro amor ya se han extendido en su lozanía. La luna sigue orbitando nuestras cabezas, y para cuando entregue este frasco de vidrio ya habrá dentro de él un nuevo comienzo que veremos repetirse con diversidad de mutaciones. Después de la clase de biología, entonces el encuentro. Dime: ¿qué es lo normal aquí? Los ojos rojos, supongo. Los que ven por nuestros ojos, supongo. Ah, esta tardanza... estas mismas dudas, que seguirán hasta el momento oportuno, me parece que ya influyen en la especie. De seguro alguien se le ha concebido según estas demoras; en una remota cueva; bajo un puente de piedra; en el pescante de un coche del siglo XVIII, entre germinales cerezos que ya son centenarios. Quizá yo y mi vigoroso amante por separados corregimos nuestras propias ansias, hasta el punto de nacer para ellas y para todo lo demás que nos junte o nos separe. Y todavía faltan unas cuantas horas para la cópula. En dos días nacieron los de antes, en dos días nacerán sus descendientes. Si tanto me preocupa una prole, que sea la que de mí provenga. Concéntrate en el acto venidero, el que vas a consumar con tu novio. Ése es el que te incumbe ahora. No importa que quedes embarazada, pues estoy dotada de esta misma facultad que me trajo al mundo. Pero, ¿y si quedo embarazada? Tengo 15. Será un escándalo. Un Orfanato terminará de parir a mi hijito. Nadie me perdonará; ni siquiera él, cuando el perdón, como el feto, tendría nuestros genes compartidos. Nacerá con la mitad de su patrimonio y con la mitad de mi matrimonio. No. No. No. Si la virginidad me ha conservado hasta ahora, procuraré conservar lo que ella hubiera conservado para siempre. Me lavaré una vez acabe todo. Ah, sí. Más bien por anticipado pondré mi maternidad de excusa. Sí. Tal vez eso lo disuada, que el producto del acto sea lo que obstaculice el mismo acto. ¿Y tú crees que en esa situación, ya desnudo los dos, hay pudor por donde devolverse? Cualquier freno será un acicate. Cualquier beso de despedida me tomará cautiva. Y si escapo, me repudiará. Para salir de mi promesa tendría que quebrarle las bolas en los dos sentido que implique su despecho. ¿Por qué le das tantas vueltas? Entregarse reforzará los lazos del amor. Ya no estoy segura de que su embeleso perdure después de que me haya desflorado. La virginidad es el mejor afrodisíaco para los hombres... y después necesitan artificios que los alejan cada día.

Hija... ¿Estás despierta?

Miraba el frasco. Creí que la gata...

Ay, hija...

¿Qué pasa, mamá?

Una tragedia. Acaba de morir la tía abuela.

Qué dices.

Llamaron del hospital. No sé, no entendí muy bien. Un paro.

¿No había venido para curarse? ¿No decían que estaba bien? Entonces, ¿para qué le trajeron?

Yo también pensé que era mejor dejarla donde había vivido toda su vida...

Ya, mamá.

Cómo puede pasarnos esto.

Tus lágrimas, madre, me conmueven hasta el llanto. Yo que iba llorar de felicidad me ahogo antes de llegar al agua bendita.

¿Le velarán en la sierra? ¿Tendremos que irnos ya?

No. Ya dispuse todo para que sea aquí. La prepararán lo suficiente para que lleguen todos.

¿Aquí? ¿Hasta que lleguen todos? 

Esto igual es grave. Su muerte es grave; lo que la mató sólo es grave porque su muerte es grave. Estar de luto ahora, cuando todo se aclaraba.

Ya la traen. No hubo necesidad de autopsia.

Y, sin embargo, me han abierto para eso.

Cree que saco partido del luto. Se imagina que le telefoneé para no darle la cara. Ya me dijo que no habrá prórrogas. Cuando los amantes hablan de plazos es porque su amor tiene un límite desconocido. Pero, ¿acaso la muerte no nos demuestra ahora que hay que apresurar la vida? Quiero ir; ya estoy decidida. No tengo por qué convencerme de lo que estoy segura. Pero, por otro lado, no puedo abandonar el velatorio. Apenas conocí a la finada, es verdad. Era tan vieja que no me explico tanto alboroto. Deberían darle vivas como no le dieron mientras vivió, y sepultarla sin más. Con el perdón de su memoria, no tengo que recordarle para siempre, y la tendría que recordar precisamente así, para siempre, si olvido el compromiso con mi novio. No es justo que tenga que llorar por una muerte que me hace daño y que ya aborrezco. Si salgo sin justificación alguna, se me indagará hasta que el silencio me avergüence. Si puedo escapar... Si vuelvo alegre, tendré que disimular mi alegría con tantas lágrimas que al cabo todas ellas amargarán mi gozo. No importa que la sazón del mundo acrecenté mi caudal. Iré. Me escaparé, a la vista de quienes me persigan o me repudien. Ah. Si me quedo, como la mayor de las dolientes, a mi dolor le pondrán un nombre muy distinto, sin saber que es el mío. Estaré a la cabecera de un duelo que me amordazará con mortajas ajenas. ¿Qué decido en esta encrucijada? El amante no es menos cruel que la difunta, pues con toda su virilidad exige lo que sin vigor ella ha conseguido. Qué hacer. Correr a sus brazos, desde luego. Salir por la ventana. Llevar el luto como máscara y así escurrirme con feliz astucia. Mejor llevar ropa aparte, porque me desnudaré sin malos agüeros. Ah, pobre de mí, estoy atrapada en mis impulsos. Decidida, pero sin poder decidirme aún. Pregúntale al frasco de vidrio, ya no está vacío como antes. Qué hacer. Echar andar el frasco, vuelta y vuelta, hasta el borde de la mesa... La mesa ciertamente tiene un borde del que he visto caer otras cosas, y la circunferencia del vidrio no acaba nunca. Si se puede imaginar un sistema infinito, va ocurrir entonces que ni empieza ni termina lo que abarca todo, e incluso la misma imaginación sería suficiente para que no se complete nada, ni más adentro ni más afuera. Cualquier punto entonces siempre estaría en el medio de esa vastedad. Esa mitad universal sería el ángulo de cada ángulo, en tanto es el ombligo de lo que tenga ombligo. Es como si nada naciera nunca. Por eso tenemos la impresión de que una cosa se repite de muchos modos, y que hay los modos de recordar algo que requiere cierto esfuerzo que no se puso para olvidarle. Por eso se dice que hay fuerzas escalares u otras mínimas. No es que haya una similitud posible, sino, más bien, el umbral es el mismo para todo. Por eso las paradojas. ¿Cuál sería la explicación más simple? ¿No sería acaso la que lo explique todo? Por eso nos eclipsan nuestras dudas. Fíjate, la estrella que vemos en una galaxia distante no me desgarra en el mismo centro donde puedo romper este telescopio ahora, y, sin embargo, ocurre lo que no tiene modo ni espacio ni tiempo ni otras dimensiones para ocurrir. Yo estoy con mi amante, aunque una indecisión nos repele el uno del otro. Mi vagina está donde está su pene. Alégrate de eso. Pero ¿qué pasa si no pasa nada? Lo que es más, que pasa si nada existe; si existe nada. Adónde dejas la nada, niña, ya que también la mencionas tanto. Ah, la nada, porque cierta nada pasará para cuando lo decida todo. Cómo crees que algo menor se me iba olvidar. La nada existe sólo porque no es, porque ella recrea en sí misma lo que no existe. Entonces otra vez lo que percibimos, tal cual lo creemos percibir, la estrella en una galaxia distante; el telescopio roto en mi habitación; los ojos, normalmente rojos... Entonces él, mi amante, del otro lado del teléfono, reclamándome que es mi novio, al tiempo que ya deja claro que no lo será, y simplemente porque se repite lo que nada existe. Otra vez aquí. Todo separado. Otra vez el insomnio. Otra vez el velorio venidero. Otra vez su pene en su pene. Otra vez mi vagina en mi vagina. Otra vez estoy a punto de decidirme. Sin embargo, otra vez y siempre la mitad de las mitades en todos los puntos. Ahora que estoy más decidida que nunca, no puedo avanzar más. El mundo es como es; la nada, como existe. Sí, con estas relaciones, tal vez incestuosas, hay algo en lo efímero que siempre nos recuerda la eternidad. Dejemos que el frasco ruede. Rodará hasta el borde de la mesa. Tal vez nunca caiga al suelo. Tal vez los huevos sigan con sus padres, en cada vuelta preservada. Disfrutemos de esta licencia que no se agota aún, porque aún no me decido y el dilema es doble y por lo mismo cuádruple, y de otras dieciséis vertientes, 256 por 256... Si se rompe el frasco, es porque mis esperanzas son igual de frágiles. No temas, Antonieta. La fruta volverá a reunir el jardín, y la Drosophila Melanogaster no notará ningún cambio, ni porque lo transmita a sus descendientes; ni porque coma sobre astillas de vidrios las frutas prohibidas. Invictas criaturas. Vuelta y vuelta. No tengo por qué decidirme mientras todo gire. Podría pasar la vida en esto, y nadie podría culparme. Somos como moscas, dirán, pero con otros pares de cromosomas.



1 Peine sexual: para este profesor calvo y poco agraciado.

2 Amarillo pajizo: Masturbación hasta la anemia.

3 Transmisible: Yo creo que la castidad de unos también es capaz de influir en la descendencia de otros. Atreverse, o no, debe consentir resultados especiales.

4 Es importante, por eso se nace virgen.

5 Huevos: Una hembra es capaz de poner alrededor de quinientos huevos en su edad fecunda, cuántos sería capaz de poner al morir.